El regalo colonial y sus heridas heladas: un adiós a Rosario Ferré
Árbol de la vida. Museo Nacional de Antropología, México, D.F.
“Y
le parecía que estaba tratando de
probarle
algo que ella no lograba comprender”
Maldito
Amor
Poesía, ensayo, ficción… Letras y más letras dejaron
de ser escritas tras el fallecimiento de la escritora puertorriqueña Rosario
Ferré, en este 18 de febrero. Nacida en una de las más prominentes familias de
la élite política y económica de la isla, su trayectoria intelectual de idas y
venidas entre colleges estadunidenses
y la Universidad de Puerto Rico parece describir, en un nivel muy preciso, el
movimiento de la “brega”, con que personas de diferentes condiciones de clase,
género, religión y raza/color deben lidiar en situaciones coloniales. Sopesar
las palabras y los gestos entre los territorios, las familias o las
instituciones puede componer diversas geografías entre dos puntos negros.
Algo de esos frágiles y tensos itinerarios se leen
en el cuento de Rosario Ferré, "El regalo", del libro Maldito Amor (1989), en que la autora obtiene
una mirada cuidadosa sobre la formación y clivaje de los sujetos y grupos
sociales en Puerto Rico a lo largo del siglo XX. A través de la trayectoria de dos
jóvenes estudiantes - Carlota y Mercedes – en el colegio religioso "Sagrado
Corazón" nos acercamos - bajo el control de la Madre Artigas - al
silencioso y represivo universo de la educación femenina. El entorno social de
las dos jóvenes no solamente es supuesto por las desigualdades entre ellas,
inscritas en los modos, gustos de clase, aspiraciones - como es plasmado en las
características fenotípicas del cabello de bucle o liso, el color de la piel
más claro u oscuro y los gestos de cuerpos, más o menos refrenados. Son cuerpos
que deben conformarse foucaultianamente a la disciplina física y moral ejercida
con placer sagrado y sádico por las monjas. En esa situación de “control del
rebaño”, la figura de la mulata Carlota emerge como desafío al orden instituido
desde siglos y que permanece en aquel entonces como triunfo de familias que ya
no pueden distinguirse económicamente, tras la llegada de los nuevos grupos de
interés extranjeros estadunidenses, los cuales arruinan a los antiguos
hacendados y a la aristocracia de los Acuñas, Portalatinis o Arzuagas.
En el nivel de los conflictos entre grupos sociales,
la heredera comedida, Mercedes Cáceres, personifica la modernización posible
para las élites puertorriqueñas frente a la sumisión colonial del capital
extranjero estadunidense. La asociación de su familia con los nuevos
capitalistas que instalan sus modernas máquinas (“el deber de su banco no era
enriquecer ni a unos hacendados ni a otros en aquella pequeña isla, sino
contribuir al progreso del mundo”, decía el capitalista Mr. Irving en otro
cuento “El desengaño”) y el aislamiento
frente a la vida del pueblo, enmarcan la nítida diferencia que se expresa en
acusaciones de anti patriotismo, a las cuales los hacendados modernos responden:
somos “ciudadanos del mundo, y …lo único bueno que tenía aquel pueblo era la
salida para la capital”.
Por otro lado, la joven mulata Carlota Rodríguez
tiene origen en otro conjunto de familias, que en ascensión económica buscan
consolidarse en los círculos sociales locales, pero que traen consigo el color
de la piel como una “condena”, es la “nueva élite pujante, cuyos apellidos se
tambaleaban todavía inseguros en los registros sociales del casino del pueblo,
indecisa de asumir o no en sus cánones los preceptos de limpieza de sangre que
tan arduamente habían defendido sus antecesores”. El efecto de realidad que
juega la idea de “limpieza de sangre” se devela tanto a nivel de la imaginación
nacional, como en cierto valor de afiliación y personalismo fácilmente notado
como una red de favores y familias.
Pero el circuito - o corto-circuito - se completa
con la entrada de Carlota en la escuela que forma las élites locales, entidad
caracterizada por consolidar la distinción racial, amplificándola por los
ordenamientos del cuerpo y espíritu. El comando ejercido por las monjas, en
especial la Madre Artigas, se parece a un laboratorio límite de nuevas
sociabilidades, un experimento de fusionar bajo la violencia pedagógica, las élites
“extranjeras” o asociadas con el capital extranjero y las nuevas élites
mestizas y de bajo status social. La relevancia de la religión en este
experimento no es fortuita, porque se constituye en un ritual purificador que
pretende moldear esos dos grupos con las resentidas familias de alto status
social, pero en descenso económico.
En este escenario, la oposición entre el orden del
colegio y el desorden de la fiesta de carnaval – cuya encarnación perfecta para
reina es la mulata Carlota - y entre la educación sagrada y la celebración
profana es más que nada desafiada por la amistad de las jóvenes Mercedes y
Carlota.
El regalo que debe afianzar la amistad entre ambas
es el “mango”, “dulce como pan de azúcar y tierno como la mantequilla”, pero
que se convierte en castigo putrefacto bajo el castigo de la monja.
La fruta, un símbolo de la llegada de los
colonizadores a la isla - plantada por Juan Ponce de León - era promesa de
fertilidad y felicidad en el paraíso terrenal, y más, de pacto posible entre
los habitantes de la isla – al menos entre los que sobrevivieron - y los que
llegaron con leyes, fé y armas. En el siglo XX, como castigo por la amistad
transgresora de género, clase y color, el “mango” se va convertir en el corazón
podrido “que lloraba un líquido alquitranado y fúnebre por todos los costados”.
El sagrado corazón devuelto a la monja colonizadora por Mercedes, en el momento
en que la religiosa ejercía su violencia enloquecida contra la mulata Carlota
es, tal vez, el anuncio definitivo del fin de un pacto posible entre esos
grupos sociales. Pero también es el anuncio de nuevas alianzas, y – aunque sea bajo
puntapiés y groserías en contra de Carlota - la afirmación de su desafío contra
un orden establecido, comprendido finalmente por Mercedes.
En esta ficción de Rosario Ferré, cabría toda una
indagación sobre las formas de la labor autobiográfica que pueden asumir cuentos
como este y de otras poetas y escritoras en las islas del Caribe. Sus lealtades
y transgresiones geográficas, familiares, de clase y de otras categorías, deben
ser cuestionadas. “Yo misma fui mi ruta”, afirmaría años antes Julia de Burgos, bregando entre estrofas que, como ramas poéticas, estaban para siempre desprendidas.
Muchas otras huellas se siguen abriendo hoy entre heridas heladas, violencias y
solidaridad. ¿Sabremos comprender algo de lo tanto que agonizan, anunciando
otros mundos?
Continuas com o mesmo talento, de tocar o outro e transformar prosa em poesia.
ResponderExcluirBonito, Mau!
ResponderExcluirBelo texto. Inevitável lembrar do curso que fizemos juntos e especialmente da discussão desse conto quando li da morte de Rosario Ferré.
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