Aleteos de Benedict Andersen sobre el origen y la expansión del nacionalismo
“Mas o Anjo é imortal, e os nossos rostos estão voltados para a escuridão à nossa frente”. Benedict Anderson
“O que faz com que parcas criações imaginativas
da história recente (pouco mais de dois séculos) gerem sacrifícios tão
descomunais?”. Entre asombrado y curioso, la pregunta en las primeras páginas
del libro Comunidades imaginadas puede ser leída como un eco seguido a lo largo
de todos los capítulos en que atraviesa continentes y épocas para comprender las
condiciones de surgimiento y expansión del nacionalismo. El escenario desde
donde primero se escribe la obra son los conflictos armados en Indochina entre
1978-79 y la preocupación con las potenciales guerras globales entre estados
socialistas. Al menos dos otros datos de su abordaje derivan de esta
preocupación: una es la fuerte interlocución con el campo de la teoría marxista
– pero no solamente – y la otra es el amplio conocimiento de las fuentes
históricas, políticas y culturales de Asia. En el caso de la teoría marxista es
lugar común mencionar el parentesco con Perry Anderson (de quien es hermano) y
la discusión con Eric Hobsbawm (que definió de idea, por ejemplo de “tradiciones
inventadas”) y Tom Nairn, pero a esto se añade la controversia directa frente a
las teorías liberales sobre la nación. En lo que se refiere al uso preferencial
de las fuentes de Asia y Europa para explanaciones que van mucho más allá en la
escala geográfica y diacrónica, y tras las críticas recibidas, Anderson parece
haber ampliado las referencias a otras regiones del mundo en las reediciones
posteriores del libro, lo que amplía el potencial interés de investigadores de
otras latitudes y a la vez de sus proyecciones analíticas. Mismo utilizando un
vocabulario que frecuentemente jerarquiza procesos políticos, económicos o
culturales como más o menos “atrasados” – un vicio Occidentalizante? – es cierto
que el historiador compara procesos de una manera bastante simétrica, y que
muchas veces toman más sentido cuando vistos desde las periferias o márgenes de
Europa. La introducción y los dos primeros capítulos concentran brillantemente
las tesis principales del libro y su esquema de explicación que, posteriormente,
son llevados a desafiar explicaciones tradicionales sobre la emergencia de los
nacionalismos en las Américas, sobre las distintas “olas” históricas del
nacionalismo, el cruce con la cuestión del racismo y también una breve
conclusión en clave benjaminiana. Walter Benjamin, Eric Auerbach y Victor Turner
son el trípode de la reflexión asumida por Anderson y adelante se comentará más
sobre algunas de las contribuciones seminales para la arquitectura de la obra.
En las reediciones posteriores se añadieron dos capítulos más, totalizando diez
discusiones en que, pienso, se articulan teóricamente en los primeros capítulos,
abriéndose después para interpretaciones y ampliaciones del modelo. Para
Andersen, la importancia de reflexionar sobre el nacionalismo nació de un
contexto contemporáneo de las guerras entre países que se asumían como marxistas
revolucionarios – Camboya, China y Vietnam, pero se extiende al hecho de que
todas las revoluciones victoriosas ocurridas después de la Segunda Guerra
Mundial se definieron en términos nacionales, firmando su ideología bajo un
espacio social y territorial heredado de del pasado pre-revolucionario. Concluye
que todavía que, escribiendo en el fin del siglo XX, el fin de la “era del
nacionalismo” no estaba en el horizonte y que el factor nacional era entonces el
valor más universalizado de la vida política de nuestros tiempos, observación
aún pertinente en principios del siglo XXI. La contrapartida teórica de esta
situación sería la del más absoluto fracaso entre marxistas, conservadores y
liberales en conseguir una definición adecuada sobre el fenómeno del
nacionalismo, que lo analizan más en términos de una anomalía que como
“artefactos culturales de tipo especial”, como Anderson va proponer. Según él,
entre los analistas del nacionalismo, existen tres paradojos de difícil
comprensión: La modernidad objetiva de las naciones para la mirada del
historiador, contra su antigüedad subjetiva bajo la perspectiva del
nacionalista; La universalidad formal de la nacionalidad como concepto
sociocultural (todos tienen nacionalidad como tiene género) contra la
particularidad de sus manifestaciones; La fuerza política de los nacionalismos
frente una gran pobreza teórica y sus incoherencias ideológicas. Es decir,
no es un tema que haya generado grandes pensadores como el liberalismo o el
marxismo. Rehusando las interpretaciones que clasifican el nacionalismo como una
ideología, lado a lado con el liberalismo, por ejemplo, el autor prefiere dar al
concepto el mismo estatuto que se le da al parentesco y la religión: “Así,
dentro de un espíritu antropológico, propongo la siguiente definición de una
nación: una comunidad política imaginada – e imaginada como siendo
intrínsecamente limitada y, al mismo tiempo, soberana” (2008:32). Es imaginada
porque aunque nunca se pueda conocer la mayor parte de los otros miembros,
existe el imagen de una comunión en la mente de todos, concepción que se
acercaría de la famosa sentencia de Ernest Renan: “La esencia de una nación
consiste en que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también que
todos se hayan olvidado muchas cosas”. En seguida vuelve a marcar distancia,
criticando la intención de este pensador en afirmar la falsedad o la
autenticidad de las naciones, un punto central para el argumento del libro,
puesto que las naciones se distinguen apenas por el estilo de imaginación y no
por una supuesta verdad. Es limitada porque por más elástica que sean sus
fronteras, ninguna nación puede imaginarse con los límites mismos de la
humanidad, como un día los cristianos soñaron con un planeta totalmente
cristiano. Es soberana porque el concepto se origina cuando el Iluminismo y la
Revolución estaban destruyendo la legitimidad del reino dinástico jerárquico de
orden divino. El estado soberano se convierte en la garantía y el emblema de las
naciones que siempre sueñan libertarse. Es imaginada como una comunidad porque
independiente de la desigualdad y de las exploraciones de género, clase social,
religión, etc., es siempre concebida como una agremiación horizontal y profunda.
Para el desarrollo de este concepto sumario, Anderson trabaja con la siguiente
hipótesis, en perspectiva diacrónica: “La creación de estos artefactos en el
siglo XVIII fue la destilación espontánea de un complejo cruce de fuerzas
históricas discretas, pero que, cuando creados se hicieron modulares, pasibles
de trasplantación para una gran variedad de terrenos sociales, para ser
integrados en una serie de constelaciones ideológicas y políticas igualmente
variadas” (p. 30). ¿Y que es ese “complejo cruce de fuerzas históricas
discretas”, sino las bases históricas de como una nación es imaginada? Las
fuerzas referidas son: la decadencia de las comunidades religiosas y la negación
de un texto sagrado que sea asumido como “verdad”; la decadencia del reino
dinástico; la percepción de simultaneidad contra un tiempo vacío y homogéneo; y
la ascensión del capitalismo editorial. El primer punto no implica un
desaparecimiento de las religiones o textos sagrados, pero si la pérdida de
poder del texto y del lenguaje sagrado – especialmente el latín – que antes
establecían una continuidad entre las comunidades, imaginadas como la ciudad de
Dios o la escritura verdadera del Corán. La consolidación del nacionalismo,
lejos de ser sustituto, sería como la solución secular para el tema de la
continuidad antes sostenida principalmente por la fe. Los dos principales
motivos que llevan a la disminución de la sacralidad de tales comunidades serían
las exploraciones del mundo no europeo – que extiende el horizonte
histórico-geográfico y la misma concepción de las formas de vida humana – y el
rebajamiento de la lengua sagrada – que puede ser observada en la modificación
del número de impresos en latín para las lenguas vernáculas: “El descenso del
latín ilustraba un proceso más amplio, en que las comunidades sagradas
amalgamadas por antiguas lenguas sacras se fragmentaban, pluralizaban y
territorializaban gradualmente” (p. 47). El descenso del reino dinástico es
básicamente el fin de la creencia de que las sociedades estaban naturalmente
organizadas alrededor de un monarca central, legitimado por el poder divino.
Además de ser un principio de organización política que contraria todas las
concepciones modernas de como pensamos hoy la política, hay consecuencias en
términos de lo que es la frontera y hasta donde llega la soberanía, una vez que
lo único más o menos definido son los centros de poder monárquico que se
expanden y contraen por guerras o por alianzas matrimoniales. El tercer punto es
un cambio en la concepción de la temporalidad, inicialmente entendida como una
mezcla entre cosmología e historia, en donde los orígenes del hombre y del mundo
son los mismos, correspondiendo a la definición de Walter Benjamin sobre el
“tiempo mesiánico”, una simultaneidad de pasado y futuro en un presente
instantáneo (en la definición de Auerbach). En contra este tipo de percepción se
consolidará otro tipo de percepción de la simultaneidad que el mismo Benjamin
calificará como “tiempo vacío y homogéneo”, es decir, una conciencia de
compartir el tiempo vinculando personas que están en lugares completamente
diferentes: “la simultaneidad es, por decirlo, transversal, cruzando el tiempo,
marcada por la coincidencia temporal, mensurada por el reloj y el calendario”
(p. 55). Dos fundamentales tecnologías de la imaginación nacional se consolidan
en este momento, durante el siglo XVIII: el romance y el diario, ambas
estimuladas por el creciente capitalismo editorial, tan fundamental como los
tres puntos anteriores para explicar cómo las naciones son imaginadas. Sobre el
romance, uno de los ejemplos más interesantes está en la exposición de obras
asociadas a movimientos nacionalistas de distintas latitudes, en donde los
personajes actúan en escenarios que sugieren la analogía exacta de la nación
como “un organismo sociológico atravesando cronológicamente un tiempo vacío y
homogéneo” (p. 56). El diario como una forma de libro a ser consumido
diariamente completa, para Anderson, el circuito editorial en vías de
masificación como una ceremonia moderna, en que cada participante tiene la clara
conciencia de que el ritual se repite entre miles, tal vez millones de personas
que existen, pero cuya identidad no es accesible. Sin embargo, los factores
anteriores explican las condiciones que dan lugar a otras formas de imaginación,
pero para imaginar nuevas comunidades en sentido positivo, fue fundamental la
interacción más o menos casual y, por cierto, explosiva entre un modo de
producción y de relaciones de producción (el capitalismo), una tecnología de
comunicación (la prensa) y la fatalidad de la diversidad lingüística humana. La
interacción entre los tres es fundamental y en específico, la fatalidad de la
diversidad lingüística podía ser ajustada dentro de ciertos límites como una
lengua impresa “mediana” que por negociación y/o violencia (en mí lectura de
Anderson) se imponía sobre un número de “dialectos”. Las lenguas impresas
lanzaron los fundamentos para las bases de la conciencia nacional de tres
maneras: Creando campos unificados de intercambio y comunicación por debajo del
latín y por encima de los variadisimos vernáculos. Hablantes de las enormes
variedades de español, por ejemplo, pudieran entenderse a través del papel y de
la letra impresa – los compañeros de lectura constituyeron en su invisibilidad
visible, secular y particular, el embrión de la comunidad nacionalmente
imaginada. La capacidad del libro impreso estabilizar la lengua y garantizar su
reproducción infinita, en las condiciones del capitalismo tipográfico que se
expandía, permitió darle una inmovilidad a la lengua que, en el largo plazo
ayudó a consolidar una imagen de antigüedad tan importante para la idea
subjetiva de nación. El capitalismo tipográfico creó lenguas oficiales distintas
de los vernáculos administrativos anteriores (importantes en la administración
del estado Chino, por ejemplo) y como algunos dialectos estaban “más cerca” de
la lengua impresa terminaron por dominar las formas finales, lo que conlleva a
las luchas de algunas “sub”-nacionalidades a fines del siglo XX para cambiar su
condición subordinada, entrando con fuerza en la prensa y en el radio. Un último
paso interesante a subrayar en la expansión del modelo interpretativo de
Benedict Anderson es justamente alrededor de los nacionalismo europeos entre
1820 y 1920, que se diferencian de los pioneros nacionalismos criollos
americanos por la importancia de la lengua y por la “copia pirata”, es decir,
por una operación y una aspiración a partir de los modelos visibles, tanto de
las naciones americanas, como de la Revolución Francesa. La importancia de la
lengua en el contexto europeo fue directamente influenciada por la expansión de
los horizontes geográficos y humanos desde el siglo XV, y con el ejemplo de los
viajeros, comerciantes y marineros, por la creación de diccionarios elementales
y de un movimiento que se consolidará con los estudios científicos comparados de
las lenguas a fines del siglo XVIII. Era el inicio de la fiebre filológica que
cambiaría el estatuto mismo de las lenguas antes sagradas – como el latín, el
griego y el hebreo – y añadiría otras nuevas, sintetizado por la bella metáfora:
“One can thus trace this lexicografic revolution as one might the ascending roar
in an arsenal alight, as each small explosion ignites others, till the final
blaze turns night into day” (p. 72). Pero estos filólogos, trabajadores de las
letras, junto con folcloristas, periodistas y compositores no desarrollaban sus
actividades en el vacío, llegando por medio del mercado editorial a toda una
clase media en expansión y también a las irregulares burguesías en formación,
que fueron la primera clase social a constituir una solidaridad de base
esencialmente imaginada en la lengua vernácula impresa. Otra clase importante
que empezaría a participar de la comunidad vernácula imaginada eran las masas
urbanas y rurales, que podrían tener participación más o menos cercana de los
nacionalismos a depender del lugar. Sin embargo, es cierto que la nueva
intelectualidad de clase media tenía que invitar las masas para la historia y
debería hacerlo en una lengua que ellos entendieran (p. 123). La pieza que
completa este engranaje es la “copia pirata”, que implica en los “modelos” para
el estado nacional independiente, prontos para copia, derivados tanto de la
experiencia francesa, como de las repúblicas americanas, ambas parte de la
memoria cumulativa de la prensa ávidamente consumida en latitudes europeas.
Además de estas formas de imaginar la nación, otra forma surge, más adecuada a
los antiguos reinos dinásticos europeos – como era el caso de España –
combinando imperialismo y nacionalismo oficial. Es un movimiento posterior en el
tiempo y esencialmente de reacción a los movimientos nacionales populares de los
años 1820, como demuestran los casos de Rusia, India y Japón: “Ese es un buen
ejemplo del carácter del nacionalismo oficial – una estrategia de anticipación
adoptada por grupos dominantes amenazados de marginalización o de exclusión de
una naciente comunidad imaginada en términos nacionales” (p. 150). Múltiples
consideraciones podrían todavía abrir otras discusiones alrededor de la obra,
pero se optó por privilegiar algunos lineamientos que parecieron centrales para
las discusiones del curso. Fenómenos del nacionalismo en las Américas, de la
relación entre patriotismo y racismo o, por fin, el buenísimo análisis de las
formas de imaginación nacional de los estados coloniales de África y Asia por
las tecnologías combinadas del mapa, censo y museo no fueron aquí desarrollados.
Mismo con todo el extenso conocimiento de Benedict Anderson sobre fuentes en
distintas partes del planeta y una tendencia claramente integrativa y abierta a
cuestionamientos, hay por lo menos dos ausencias que deben ser subrayadas. La
primera es la asumida dificultad de explicar el caso brasileño de formación
nacional en contexto colonial que, una vez independiente, se mantiene bajo
control de una dinastía europea. El fundador de un primer intento de imaginar la
nación en Brasil no era un funcionario-peregrino bloqueado de ascender
profesionalmente, sino un representante de la dinastía europea. La segunda es
Haití, una imposibilidad del pensamiento occidental sobre esta revolución
(siguiendo la ideas de “erasure” y “trivialization” de Michel-Rolph Trouillot)
que se expresa también en el silencio sobre su imaginación nacional.
Considerando el interés de Anderson por revoluciones e independencia como formas
modulares de la imaginación nacional que se trasplanta para otras partes, la
combinación de ambas en la pequeña isla del Caribe parece ser una frontera para
su abordaje esperando el aporte interpretativo sobre esta oscuridad en que el
Ángel inmortal de la historia sigue aleteando sus alas.
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